lunes, 25 de febrero de 2008

Cinco



El campamento está a un par de kilómetros del pueblo, un puñado de casuchas medio derruidas donde el invierno promete ser una jauría de perros comiéndote los talones, aunque Gerta sospecha que los planes de Endré son entrar pronto en Madrid y luego, quizá, ir hacia el sur. No hablan mucho, esos primeros días catalanes de presentaciones y esperas, boquiabiertos por las cosas que ven y las que penosamente les cuentan: en el campamento se valen de un tal camarada Ribera, un tipo bajito y renqueante, que se aprovecha de una infancia en Caenn para pasar las tardes deambulando con Endré por entre los riscos vecinos y lanzarle a Gerta algún desproporcionado piropo que ella siempre encaja con una sonrisa avergonzada: Endré todavía disfruta al comprobar que la barbarie no le ha borrado a Gerta, del todo, la aristocracia austro-alemana que antaño le saturaba las venas, ni cierto toque entre infantil e inocente, en la manera en la que arruga la nariz cuando sonríe, que le obliga a mirar hacia otro lado y a pensar en cosas más inertes y plagadas de claroscuros para no lanzarse allí mismo sobre ella y arrancarle el refajo con los dientes; pero en el poblado la incomunicación verbal les sabe un poco a la buhardilla de París y les acerca, brazo contra brazo, en el lecho de paja. Pese a las acreditaciones internacionales, el Capitán de brigada Josep Tomé les mira con recelo al principio y les asigna un Cabo como ayuda de cámara -versión oficial- y precavida vigilancia -versión intramuros, mascullada tras la cena en la tienda-cuartel de la comandancia: écheme un ojo a esos pájaros, Domínguez, péguese a su culo como un pedazo de papel de lija-; según pasan las semanas, y amparados en su inofensiva prudencia fotográfica, van ganándose la confianza de los mandamases, lo que les permite alguna excursión de reconocimiento con las tropas de refresco. El sexo está volviéndose algo frugal y desapasionado, como si estuviera inserto en la orden del día entre la iza de bandera y el rancho, Endré, te lo digo ahora que no me escuchas porque Ribera te está enseñando las magnificencias del mus y ya van unas cuantas jarras de vino y algo en tu mirada me dice que hoy serás tú el que te abalances sobre mí y que tendré que rechazarte e irme a dormir a cualquier otra casa, calle arriba. Aunque me han invitado a participar estaba claro que era más por curiosidad y por no hacerte a ti un desplante, me siento un poco fantasmal entre tanto uniforme y tanta gaita: ni siquiera se permiten cierta lascivia lógica -viendo a las mujeres locales una se explica muchas cosas sobre los porqués de esta contienda- desde que la otra tarde les hiciste una demostración de revelado y los que no te adoran, te temen o te respetan y a mí, por añadidura, me ignoran paternalmente para que no tengas que preocuparte en defender tu territorio: lo que daría, en fin, por una buena pelea en la que fuera yo el premio o la causa, el botín o la mecha. Tenemos que salir pronto de aquí, este pueblo nos está abotargando, te noto apático y excesivamente relajado: la guerra está a muchos kilómetros hace cualquier lado y no hemos venido a empaparnos de folclore peninsular.

Cuatro




Cree haberse rendido hace un par de publicaciones, aunque sigue tachando nombres y direcciones de la lista, sigue encajando negativas con la sonrisa imperturbable, la mirada fija, el discurso idéntico, sigue llamando a cada puerta ya sin la enérgica esperanza de las primeras semanas pero con la testarudez y el continuismo de cualquier acto mecánico. En muchas visitas ni siquiera le conceden tiempo suficiente para abrir la carpeta donde guarda el material: les preocupa más el pie de foto que la foto en sí, más quién la firma que el encuadre o la luz. Algún editor se interesa tierna, paternalmente, pero la economía está en pleno receso, ahora no tenemos sitio para alguien más en la plantilla, quizá más adelante, le avisaremos, no desespere, su trabajo es bueno, conseguirá abrirse camino. Endré, por las noches, arropado en el regazo de Gerda, se desata y le va haciendo partícipe de sus miedos, mostrándole su fragilidad se desnuda bajo la atenta mirada de esos ojos verde valle, se arranca las vísceras y se las entrega envueltas en papel de periódico. Fracaso, cansancio, desesperanza y frío son las palabras más comunes aquellos días de incipiente amor y sexualidad salvaje. Y pese a todo sigue convencido de que aquella chica respingona le va a resultar muy útil, aunque solo sea para abrazarle al final del día, después de unos cachitos de queso y algo de vino pésimo. Celia se deja caer poco por el cuarto últimamente, le dice algo después del orgasmo, mientras las piernas aún se agitan inquietas ahí abajo, se entrelazan, juegan, luchan, se buscan, se repelen y las manos aún acarician apaciguando el cuerpo, serenando el torrente de hormonas saltarinas. Discutieron porque para Celia es fundamental cogerse pronto un barco para cruzar el Atlántico y Gerda no soporta esa ausencia de compromiso, esa debilidad, ese temor, esa indiferencia, esa permisividad. Hay que hacer algo, le repite Gerda, pero para Celia cualquier acción implica huída, puesta a salvo, esconderse avestruzmente; Europa está al borde del abismo, no podemos exiliarnos del exilio, hay que luchar, nos necesitan aquí, le resume y le explica y le suplica. ¿Qué podemos hacer nosotras?: acabar en la cárcel o rodeadas de madera de pino, se defiende Celia y luego le insta: ven, vente conmigo, estás loca si te quedas, si se lo dices a Endré seguro que él nos acompaña, en América tendría más oportunidades, aquí no será capaz de vender una foto. Y eso hace saltar definitivamente a Gerda: insulta a Celia, la trata de cobarde, de alimaña, de pronazi incluso, pero lo que le duele en realidad es que haya mencionado el asunto-Endré: Gerda, enamorada de su trabajo, se ha propuesto convertirle en el mejor, en el más famoso y no permite voz alguna que disienta. Esa parte se la omite a Endré cuando le va contando los motivos y bajezas que acabaron con Celia comprando un billete de tercera para NY que sale el próximo domingo. La echaremos de menos, dice Endré justo antes de quedarse dormido o ya en el sueño mismo: Gerda se deshace de su abrazo pernil, se da la vuelta, se esquina todo lo posible, se aovilla, se arrebuja y sigue pergeñando planes de ataque para una venta fotográfica inminente.


Tres


Pero el tipo de la libretita de hule no aparece por ninguna parte y habrán pasado más de veinte minutos desde que se disculpó alegando urgencias intestinales y se alejó por la vereda. El piloto intenta recomponer la radio aunque Gerda le ve desganado o incapaz, pelando cables y efectuando empalmes de dudosa valía: no hace calor aún y Endré sigue comprobando el material con una minuciosidad casi filatélica, sentado en medio del camino, ajeno a todo: si desapareciera yo también, piensa ella, no me echaría en falta. Tiene unos tobillos perfectos, se dice Endré mientras limpia los objetivos con una gamuza diminuta, la sigue con el rabillo del ojo y sospecha que de un momento a otro buscará la pitillera y se pondrá a fumar compulsivamente, atacando el cigarrillo en cada calada con un algo de violencia o posesión o vicio: le encanta verla fumar y ya la está mirando abiertamente, aunque sus manos siguen limpiando inexistentes motas de polvo en lentes convexas, cuando en efecto Gerda se detiene al lado del piloto. Apenas han dejado de humear las cerillas en el suelo y ya charlan animadamente en sabe dios qué idioma, porque, que yo sepa, ésta de español más bien nada, por mucho internado en Sttutgart y mucha institutriz bávara, piensa Endré y es algo que ya ha pensado antes muchas veces, que hay un abismo estamental y económico y educacional que los separa y los separará siempre, que para ella el hambre es una sensación ociosa entre el desayuno y el almuerzo, sobre todo si ha mediado entre ambos una excursión campestre con chaleco blanco de hilo y falda tipo mantel picnic; y que quien no ha padecido esas penurias es incapaz de disfrutar con propiedad de un amanecer, o de un plato de sopa de caracoles en Boriav, no digamos ya de fotografiarlos: qué sabrá ella de obturadores, planos y revelados: es otro de sus caprichos y durará lo que uno cualquiera de sus amantes del barrio latino, pero mientras tanto ha conseguido traérsela hasta España con la promesa de enseñarle los entresijos de la profesión (la guerra es una bendición fotográfica, recuerda haberle dicho) y no han hecho más que salir del aparato y ya la tenemos desplegando sus encantos con el primero que diga para mí, en un claro en mitad de la nada y empieza a arrepentirse un poco de haberla traído, si pensaras menos con el trípode y más con la cámara, se reprocha. Un chisporroteo y un fogonazo interrumpen sus pensamientos repletos de celos y autocensura: parece que el piloto ha establecido contacto radiofónico y sonríe, ufano, mientras Gerda da saltitos de alegría infantil a su alrededor , bate las palmas y deja entrever una porción considerable de muslos con cada subir y bajar de vuelo de falda. Después de la celebración, Gerda se aleja un poco como cediéndole al piloto la intimidad necesaria para pedir ayuda y se acerca sin querer a Endré, que trata de ocultar cualquier asomo de euforia y sigue limpiando y puliendo, indiferente. Ambos oyen pero no entienden las explicaciones (eso le parecen a Endré desde el suelo, explicaciones, y lo ve en los ademanes y encogimientos y modulaciones de voz) que va dando el piloto, aunque quieren -o acaso más bien desean- verlas plagadas de precisos datos cartográficos.No temas, le dice, Jorge conoce perfectamente la orografía del lugar: nos encontrarán enseguida. Pero no dice Georg, ni siquiera George, no. Usa ya el español con un desparpajo insultante (pese al arrastre velar y otras imperfecciones fonéticas) y se siente tan orgullosa de sus progresos lingüísticos que lo va repitiendo en voz baja, Jorge, Jorge, Jorge, y le gusta cómo suena a la luz de lo que ya es sin duda una deliciosa mañana veraniega -en un par de horas les abrasará el calor, buscarán el refugio breve de unos cuantos árboles retorcidos, semidesnudos, como detenidos en un invierno interior; pero entre tanto la fortuna, el templado sol y la pericia de Jorge (Jorge, Jorge) obligan a sonreír, a tomarse un respiro entre tanto frente y tanto miliciano, a obviar el ceño fruncido y celoso de Endré-. Mientras busca otro pitillo trata de recordar si hoy es 28 de Julio y si ha metido su traje de baño en la maleta: sería ideal poder darse un chapuzón en alguna playita tranquila, si la rebelión fuera tan amable, y ¿dónde se habrá metido el tipo de la libretita?: enseguida vendrán a buscarlos y no pueden abandonarlo aquí: quizá Endré tenga que ir a buscarlo


Dos



Sentada en la terraza del café de las letras aquella mañana de martes podría abandonarse y pensar que todo lo que sucede ahí fuera está lejos o es mentira, el horror no tiene cabida, nada ocurre que no sea ese sol tibiamente otoñal que las baña o el vaso estrecho mediado y en su interior un vino intragable que han ido bebiendo a sorbitos cortos y espaciados, intentando postergar el momento de tener que dejar la mesa a cualquiera de esos clientes ávidos que las miran desde el otro lado de la vereda, como buitres, esperando, mientras el mesonero -aunque aquello no es un mesón-, delantal a la cintura y bandeja en mano, intenta apaciguar ánimos y abreviar consumiciones con miradas de reproche y gestos teatrales de bigote y gafitas redondas. Aunque sigue con los ojos cerrados, siente que una sombra le corta el paso del sol y de pronto un poco de frío y Celia que le tira de la manga y le chista pero aún no, se dice, si tan solo ese hombre se moviera un poco a la derecha -a eso huele, a hombre, y su respiración es fuerte o agitada- y ella pudiera recuperar su momento de sol y de paz, si tan solo, piensa, pero ese hombre, esa sombra, no se mueve ni se aparta y el frío se intensifica, la devuelve por un segundo a Leizpig, a las botas, los uniformes, el Kauft nicht bei Juden y por eso se sorprende al abrir los ojos y enfrentar esa silueta demacrada y hambrienta de sonrisa incipiente que sujeta y retuerce una gorra contra el pecho con ambas manos, esperando. Hola, se decide él finalmente: utiliza un francés indeciso y tosco, como aprendido a martillazos. Es húngaro y se ha pasado toda su vida buscándola, dice. Normalmente a Gerta le molestaría ese tipo de empalago verbal, pero de momento le deja hacer sin decir gran cosa. Las presentaciones son torpes y frías, plagadas de silencios incómodos y risitas amortiguadas por parte de Celia que le insta con la mirada: sé más amable con él, es guapo. Se acerca la hora de comer y aquel magiar de mirada algo canina no se decide a proponer nada concreto: se parapeta detrás de sus manos y con ademanes un poco circenses (Gerda se imagina unos estirados guantes blancos en sus manos callosas, la cara empolvada de malva, una paloma por aquí: sonríe casi sin querer) va dando amplios rodeos conversacionales como quien le da palique a su compañero de asiento en un largo viaje de autobús: se acaban de conocer pero ya ha mencionado una adolescencia pícara en los suburbios de Budapest, una primera novia católica algo melindrosa, unos padres permisivos, un régimen represor; aunque Gerta sigue empeñada en disfrutar de su sol y su vino aguardentoso y apenas se fija en lo que dice o hace el joven famélico (ya le contará Celia luego, en la pensión, piensa) y acaso lo único que le despierta cierto interés es una especie de zurrón amarrado con cuerda de estraza que el muchacho lleva adosado a la cintura y al que, de vez en vez, echa breves miradas subrepticias casi tensas, como si en cada ocasión esperara descubrir que le han robado o ha perdido lo que en ella lleva y esconde, algo de gran valor, calcula

Uno


Se cruzaron un par de miradas censurando la impericia o la torpeza del piloto, que seguía apretando botones y moviendo palancas sin, parecía (desde los asientos traseros), demasiada convicción, como quien prueba por si acaso. No podía creer que aquello fuera morirse y aunque Endré parecía asustado, o no, tal vez malentendiera el matiz y estuviera confundiendo un mohín de preocupación por otro de contrariedad, de disgusto por no tener la posibilidad de fotografiar todo aquello desde el exterior, el tono mostaza en la cara del piloto y la de Gerda, sonriente quién sabe porqué, mientras el helicóptero se precipita sin control al abismo catalán donde, seguro, los cuatro perderán hoy la vida. Ella sonríe porque solo puede pensar en lo que ha desayunado, en que si el aparato da tan solo un giro más inundará la nuca del piloto con grumos amarillos y restos de zumo, y porque nadie va a permitir que ella se muera riendo. El otro tipo, el periodista, sigue tomando notas laboriosamente en su pequeña libretita verde, sin prestar demasiada atención a los vaivenes del aparato. El piloto se ha vuelto un par de veces con una mueca de fingida tranquilidad y ha tratado de explicarles, en imperfecto inglés, que la cosa tiene que ver con el motor y que se siente capaz de hacer aterrizar el helicóptero y que recen lo que sepan. Ellos no han entendido gran cosa pero Endré está seguro de haber oído la palabra engine y sólo la cara del piloto es explicación suficiente y necesaria y no requiere de ulteriores traducciones español-inglés: el miedo no tiene bandera, piensa. Como el horror o la sangre derramada: el crimen. No es bueno pensar en sangres, se dice, ahora que han descendido de golpe un buen puñado de pies y que el abismo no es tan abismal y se parece más bien a un bosque: distingue árboles y lo que parece un río, al fondo: está amaneciendo. El piloto señala algo con la mano y Endré traduce con sorprendente destreza: hay un pequeño claro ahí a la derecha, intentaré aterrizar. Gerda sigue queriendo saber qué diablos está escribiendo ese hombre en la libretita verde e intenta mirar por detrás de Endré, que los separa, mientras finge buscar mejor acomodo para el aterrizaje forzoso, y le parecen versos. Hay que joderse con el poeta, piensa, nosotros aquí muriéndonos y el tío componiendo rimas. Pero le gusta el detalle y añade una nota mental por si salieran vivos de aquel helicóptero: conocer mejor a este tipo. El tiempo parece estirable, como de goma, piensa: apenas habrán pasado un par de minutos desde que Endré oyó el zumbido y luego el chasquido, y luego los diversos crujidos y gritos, pero ahora diría que han sido varias horas de tensa espera y aliento contenido, viendo acercarse las copas de los árboles, el río, un camino, puede que piedras, todo difuminado por la escasa luz y los nervios visuales con los que Gerda asiste al proceso de toma de tierra. En un instintivo último gesto precolisión en cadena, Endré se abraza a sus objetivos y sus cámaras, Gerda a él y el periodista a la libretita verde mientras el piloto no se abraza a nada o sólo a la suerte o al azar o a la fe, prometiendo misas y velas a vírgenes remotas.