lunes, 25 de febrero de 2008

Uno


Se cruzaron un par de miradas censurando la impericia o la torpeza del piloto, que seguía apretando botones y moviendo palancas sin, parecía (desde los asientos traseros), demasiada convicción, como quien prueba por si acaso. No podía creer que aquello fuera morirse y aunque Endré parecía asustado, o no, tal vez malentendiera el matiz y estuviera confundiendo un mohín de preocupación por otro de contrariedad, de disgusto por no tener la posibilidad de fotografiar todo aquello desde el exterior, el tono mostaza en la cara del piloto y la de Gerda, sonriente quién sabe porqué, mientras el helicóptero se precipita sin control al abismo catalán donde, seguro, los cuatro perderán hoy la vida. Ella sonríe porque solo puede pensar en lo que ha desayunado, en que si el aparato da tan solo un giro más inundará la nuca del piloto con grumos amarillos y restos de zumo, y porque nadie va a permitir que ella se muera riendo. El otro tipo, el periodista, sigue tomando notas laboriosamente en su pequeña libretita verde, sin prestar demasiada atención a los vaivenes del aparato. El piloto se ha vuelto un par de veces con una mueca de fingida tranquilidad y ha tratado de explicarles, en imperfecto inglés, que la cosa tiene que ver con el motor y que se siente capaz de hacer aterrizar el helicóptero y que recen lo que sepan. Ellos no han entendido gran cosa pero Endré está seguro de haber oído la palabra engine y sólo la cara del piloto es explicación suficiente y necesaria y no requiere de ulteriores traducciones español-inglés: el miedo no tiene bandera, piensa. Como el horror o la sangre derramada: el crimen. No es bueno pensar en sangres, se dice, ahora que han descendido de golpe un buen puñado de pies y que el abismo no es tan abismal y se parece más bien a un bosque: distingue árboles y lo que parece un río, al fondo: está amaneciendo. El piloto señala algo con la mano y Endré traduce con sorprendente destreza: hay un pequeño claro ahí a la derecha, intentaré aterrizar. Gerda sigue queriendo saber qué diablos está escribiendo ese hombre en la libretita verde e intenta mirar por detrás de Endré, que los separa, mientras finge buscar mejor acomodo para el aterrizaje forzoso, y le parecen versos. Hay que joderse con el poeta, piensa, nosotros aquí muriéndonos y el tío componiendo rimas. Pero le gusta el detalle y añade una nota mental por si salieran vivos de aquel helicóptero: conocer mejor a este tipo. El tiempo parece estirable, como de goma, piensa: apenas habrán pasado un par de minutos desde que Endré oyó el zumbido y luego el chasquido, y luego los diversos crujidos y gritos, pero ahora diría que han sido varias horas de tensa espera y aliento contenido, viendo acercarse las copas de los árboles, el río, un camino, puede que piedras, todo difuminado por la escasa luz y los nervios visuales con los que Gerda asiste al proceso de toma de tierra. En un instintivo último gesto precolisión en cadena, Endré se abraza a sus objetivos y sus cámaras, Gerda a él y el periodista a la libretita verde mientras el piloto no se abraza a nada o sólo a la suerte o al azar o a la fe, prometiendo misas y velas a vírgenes remotas.

No hay comentarios: