lunes, 25 de febrero de 2008

Dos



Sentada en la terraza del café de las letras aquella mañana de martes podría abandonarse y pensar que todo lo que sucede ahí fuera está lejos o es mentira, el horror no tiene cabida, nada ocurre que no sea ese sol tibiamente otoñal que las baña o el vaso estrecho mediado y en su interior un vino intragable que han ido bebiendo a sorbitos cortos y espaciados, intentando postergar el momento de tener que dejar la mesa a cualquiera de esos clientes ávidos que las miran desde el otro lado de la vereda, como buitres, esperando, mientras el mesonero -aunque aquello no es un mesón-, delantal a la cintura y bandeja en mano, intenta apaciguar ánimos y abreviar consumiciones con miradas de reproche y gestos teatrales de bigote y gafitas redondas. Aunque sigue con los ojos cerrados, siente que una sombra le corta el paso del sol y de pronto un poco de frío y Celia que le tira de la manga y le chista pero aún no, se dice, si tan solo ese hombre se moviera un poco a la derecha -a eso huele, a hombre, y su respiración es fuerte o agitada- y ella pudiera recuperar su momento de sol y de paz, si tan solo, piensa, pero ese hombre, esa sombra, no se mueve ni se aparta y el frío se intensifica, la devuelve por un segundo a Leizpig, a las botas, los uniformes, el Kauft nicht bei Juden y por eso se sorprende al abrir los ojos y enfrentar esa silueta demacrada y hambrienta de sonrisa incipiente que sujeta y retuerce una gorra contra el pecho con ambas manos, esperando. Hola, se decide él finalmente: utiliza un francés indeciso y tosco, como aprendido a martillazos. Es húngaro y se ha pasado toda su vida buscándola, dice. Normalmente a Gerta le molestaría ese tipo de empalago verbal, pero de momento le deja hacer sin decir gran cosa. Las presentaciones son torpes y frías, plagadas de silencios incómodos y risitas amortiguadas por parte de Celia que le insta con la mirada: sé más amable con él, es guapo. Se acerca la hora de comer y aquel magiar de mirada algo canina no se decide a proponer nada concreto: se parapeta detrás de sus manos y con ademanes un poco circenses (Gerda se imagina unos estirados guantes blancos en sus manos callosas, la cara empolvada de malva, una paloma por aquí: sonríe casi sin querer) va dando amplios rodeos conversacionales como quien le da palique a su compañero de asiento en un largo viaje de autobús: se acaban de conocer pero ya ha mencionado una adolescencia pícara en los suburbios de Budapest, una primera novia católica algo melindrosa, unos padres permisivos, un régimen represor; aunque Gerta sigue empeñada en disfrutar de su sol y su vino aguardentoso y apenas se fija en lo que dice o hace el joven famélico (ya le contará Celia luego, en la pensión, piensa) y acaso lo único que le despierta cierto interés es una especie de zurrón amarrado con cuerda de estraza que el muchacho lleva adosado a la cintura y al que, de vez en vez, echa breves miradas subrepticias casi tensas, como si en cada ocasión esperara descubrir que le han robado o ha perdido lo que en ella lleva y esconde, algo de gran valor, calcula

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